Johanna Rose | Crítica

Intimidad orgánica de la viola

Johanna Rose con su viola de seis cuerdas en el Espacio Turina.

Johanna Rose con su viola de seis cuerdas en el Espacio Turina. / Luis Ollero

Por momentos daba incluso pudor, por la sensación de estar violando la intimidad del creador, pero esas resonancias orgánicas de la viola de Johanna Rose, a madera, a tripa, a crin, esa mezcla de lo impuro y lo natural, lo inocente y lo domesticado resultaron de una belleza sobrecogedora. Rose es alemana y sevillana, y destila de esa combinación una aparente imperturbabilidad que cuando te das cuenta se ha hecho pasión desbordante. En su manera de tocar, recogida en sí misma, los ojos casi cerrados, como si el mundo no existiera más allá de su instrumento, late una especie de búsqueda interior que no puede eludir el virtuosismo de una música que le exige una atención absorbente. Se ha ido a Bach, a las dos suites para violonchelo más difíciles y las ha puesto en su viola. El resultado es cuando menos emocionante.

La elegancia de sus gestos, la musicalidad extraordinaria no pudieron tapar los ocasionales roces del arco en líneas no siempre limpias, especialmente allí donde las articulaciones se acercan a lo imposible (las courantes, por ejemplo, sobre todo la de la ), pero esas imperfecciones potenciaron incluso el encanto de lo que llegaba desde la escena: la música triunfaba en las tensiones armónicas y en la ternura del timbre. De los pasajes más fulgurantes e intrincados a las ágiles y divertidas Gavottes de la , de la polifonía real y figurada a la monódica inmovilidad de esa Sarabande inmortal de la (en sus manos no tanto un lamento cuanto un consuelo) el sonido, sin dejar de ser íntimo (como en los Sainte-Colombe, casi encerrados en su cabaña), se expandió hasta penetrar la madera de la sala, los corazones de los presentes.

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