Sueños esféricos

Juan Antonio Solís

jasolis@diariodesevilla.es

Nada es eterno, ni siquiera Rafa Nadal

Si en la primera mitad de 2022 el balear paró el tiempo, desde entonces todo es dolor

CORRÍA el año 1990 cuando acudí al Vicente Calderón a rendir honores a sus majestades satánicas. La gira Urban Jungle traía de nuevo a los Rolling Stones al escenario de su mítico concierto bajo la lluvia de 1982. Y ya en el 90, la nube mediática que se enreda de forma perenne en torno a estos dinosaurios del rock hablaba de que sería la última gira. 33 años hace de aquello y aún sigue Mick Jagger moviéndose por los escenarios como Rafa Nadal se mueve por la pista central de Roland Garros.

Cada uno en su ecosistema, son vívidos ejemplos de cómo instaurar un reinado que se diría eterno. Todos sabemos que Jagger se levantará un día de la cama y mientras se anuda la bata de seda, se convencerá de que ya no volverá a subirse a un escenario. Su pacto con el diablo se convertirá en ceniza, que por algo el diablo es el diablo. Y con Nadal ocurrirá lo mismo. Su carrera es tan apabullante, su hegemonía en París es tan sobrehumana, que su legión de admiradores la tienen por interminable. Varias veces pareció llegar el ocaso y el sol botó sobre la línea del horizonte para volver a subir a lo más alto. Y con efecto.

Por eso, no terminamos de creernos las señales que nos llegan. No lo concebimos. Uno de los supercampeones que mejor ha encarnado en el mundo los más nobles valores del deporte, y el que más se asemeja a un superhéroe de la Marvel, se duele cada vez más de alguna parte de su cuerpo.

Su lesión en el psoas ilíaco, que se produjo en enero en Melbourne, le provoca un dolor agudo en la parte frontal de la cadera y, con su renuncia a Barcelona, ya son cinco los torneos que se pierde este año. A ver Madrid, del 26 de abril al 7 de mayo. Y sobre todo, a ver París, del 28 de mayo al 11 de junio. Tras una primera mitad de 2022 que pareció parar el tiempo, este año parece empeñado en anunciarnos, mientras suena un riff de guitarra de Keith Richards, que nada, ni siquiera Nadal, es eterno.

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