José Mateos | Poeta

“El mundo taurino es hoy lo más civilizado que hay en Europa”

  • El polifacético jerezano, autor de libros de poesía, ensayo, teatro, aforismos y viñetas, publica ‘La hora del lobo’, unos versos duros y luminosos sobre la enfermedad y las vísperas de la muerte

José Mateos, durante un momento de la entrevista.

José Mateos, durante un momento de la entrevista. / Carmen Castellano.

Aprovechamos que José Mateos está en Sevilla (Jerez, 1963) para entrevistarlo por su último libro ‘La hora del lobo’ (Pre-Textos), un poemario duro y luminoso al mismo tiempo, pensado y abocetado durante una atroz enfermedad. José Mateos (vulgo Pepín) despliega sobre la mesa del velador su bonhomía y hondura, aprendida más en las coplas populares que tanto conoce que en los tochos de Filosofía que estudió en sus años universitarios en Sevilla. Inconfundible por su eterno sombrero –para esquivar el complejo de la calvicie, según nos dice, aunque también se rastrea cierta coquetería–, Pepín tiene algo de Séneca y algo de bardo. Recuerda como un mito su infancia en Grazalema y en su habla bajoandaluza, serena y seseante, se rastrean ecos de la mejor cultura bética. Pepín es artista polifacético. Aunque su tronco principal e irrenunciable es la poesía –’La hora del lobo’ es su noveno poemario– también ha escrito ensayos y aforismos – ‘El ojo que escucha’ y ‘Tratado del no se qué’, entre otros–, teatro –'¡Silencio, se piensa!'– e incluso un libro de viñetas filosóficas –’Monigotes y Divinanzas’–. Taurino de pro, como pintor de fino estilo es de raigambre claramente ‘gayista’.

–Una vez le preguntaron quién era y usted respondió “nadie”, tal como hizo Ulises ante Polifemo en ese conocido pasaje de la Odisea, que remite a un antiquísimo cuento popular. ¿Qué es ser nadie?

–Es una condición del poeta ser nadie, estar vacío para que el mundo te entre y puedas identificarte con todo lo que puede ser propicio al tema del poema. Si tienes un yo muy inflado es difícil hablar del otro y de lo que te asombra, porque sólo vas a poder mirarte el ombligo. El poeta tiene que ser un poco camaleónico, debe poder encarnarse en otros seres.

–Eso es difícil en estos tiempos de superegos digitales.

–Hay que luchar contra esa hinchazón. Las redes son peligrosas porque nos dan compensaciones afectivas falsas. Se dedican a inflar una cosa tan ilusoria como el yo.

Amamos la vida porque se nos va. Nadie ama tanto la vida como el que se está yendo

–El yo es ilusorio... ¿es usted budista?

–No soy muy budista, porque mi tradición es la cristiana. Me gusta el Dios encarnado. El cuerpo me parece fundamental. Me cuesta mucho creer en la resurrección, pero es cuestión de intentarlo. Estoy en ello.

–Es decir, que tiene una religiosidad muy andaluza.

–A los que somos mediterráneos nos gusta la carne, el cuerpo. Todo nos entra a través de él. Cuerpo y alma son la misma cosa.

–Acaba de salir su último poemario, ‘La hora del lobo’, un libro que quizás nunca hubiese querido escribir, inspirado en los días en los que padeció una enfermedad muy dura.

–La hora del lobo no es tanto la hora de la muerte como otra mucho peor, la de las vísperas de la muerte. Las vísperas siempre son lo importante de las cosas. El libro son poemas de hospital y convalecencia, de muchas horas de quimioterapia... pero son poemas de plenitud, de asombro por la vida y de agradecimiento. A mis 60 años me veo como alguien misteriosamente querido, cuando no he hecho ningún merecimiento para recibir tanto. En aquellos días me sentía afortunado por lo que dejaba, con cierta tristeza, pero colmado.

–Ha dicho que en esos días estuvo a “las puertas de la muerte”. ¿Se ve o escucha algo en tan complicada situación?

–Lo que se ve es que la muerte es necesaria, porque sirve de contrapeso a la intensidad de la vida. Amamos la vida porque se nos va. Nadie ama tanto la vida como el que se está yendo.

–En uno de los, a mi entender, mejores poemas del libro le hace un airado reproche a su propio cuerpo que le ha traicionado con la enfermedad.

–Porque el cuerpo nos promete mucho cuando somos jóvenes y nos arrastra a sitios que no son convenientes. Es eso que dice Platón del auriga que lleva el caballo negro y el caballo blanco. Cuando eres joven el negro va casi desbocado. Ahora es al revés, han cambiado las tornas, me veo animando el cuerpo.

–La semana pasada, Emilio Carrillo, en esta misma serie de entrevistas, le daba al dolor un sentido positivo, decía que era una “espoleta de transformación”. Otros, sin embargo, creen que no sirve para nada.

–Recuerdo una vez que estaba en una corrida y un aficionado, al que no le gustaba la faena pulcra pero fría que estaba haciendo el torero, dijo: “es que para torear bien hay que pasar hambre”. Lo mismo pasa con el dolor. Creo que es fundamental. Hoy protegemos demasiado a los niños y la única manera de aprender es sufriendo y pasando el mal trago. La memoria es selectiva y lo que se aprende con sangre y dolor es lo que realmente queda. El sufrimiento es algo que no queremos, pero es un gran regalo, porque nos abre las puertas a la profundidad de la vida. Sin él nunca entenderíamos la alegría y el valor que tiene la vida.

El flamenco, tal como lo hemos conocido, es un mundo que está muriendo. Lo va a sustituir otra cosa

–Muchos de estos poemas que ahora publica los escribió en servilletas de papel, como esas coplas flamencas de taberna...

–No lo había pensado, pero me encanta. Los que hemos tenido la suerte de estudiar y leer en demasía muchas veces tenemos que hacer el camino inverso para llegar a la naturalidad de esos analfabetos que pueden decir cosas asombrosas. Yo siempre he buscado esa transparencia de las coplas que recogió Demófilo, esas que escucha uno y se pregunta: ¿De dónde viene esto? Me gustaría ser un mero transmisor de algo ancestral, de algo muy anterior.

–¿Qué tiene la poesía popular que no tiene la culta?

–El don de lo que irrumpe milagrosamente. La poesía culta buena también lo tiene: San Juan de la Cruz, Machado, Juan Ramón... todos los que beben de esa fuente riquísima que es la tradición española, muchas veces olvidada y poco atendida.

–En su poesía hay una presencia menuda de la naturaleza: habla de los árboles, los pájaros, el viento... Todo de una forma muy cotidiana, a media voz. Quizás hoy en día parloteamos mucho de ecología y poco de naturaleza.

–La naturaleza hay que verla como algo en lo que estamos integrados. Soy precavido con los discursos ecologistas, como lo soy en general con las abstracciones y las grandes palabras. Las abstracciones borran el rostro de lo concreto.

–Usted se crió en el mundo rural, ¿no?

–En Grazalema, donde viví gran parte de mi infancia. Para mí ha sido fundamental. Casi habité el mundo homérico. Conocí a un señor con sombrero cordobés que iba por los pueblos cantando romances, la gente todavía contaba cuentos y fábulas a los niños... He conocido gente que cantaba romances antiquísimos sin saber leer y eso te marca para toda la vida. Además, en mi ciudad, Jerez, hay una gran tradición flamenca.

–El flamenco es una de las grandes influencias en su poesía. ¿Está perdiendo este arte su autenticidad con tanto manoseo político e identitario?

–No soy purista, pero creo que el flamenco, tal como lo hemos conocido, es un mundo que está muriendo. Lo va a sustituir otra cosa. El último eslabón fue Agujetas. Hoy en día es imposible ese cante sin refinar que no sabe uno de dónde sale, esas coplas que interpretan gentes brutas y toscas, pero que te tocan como nadie. Eso se acaba porque, afortunadamente, están desapareciendo los mundos en los que se desarrollaba: el carcelario, el hambre, el de los jornaleros...

–Está hoy en Sevilla para montar la exposición de la pintura taurina de Pedro Serna en la Caja Rural.

–Pedro Serna es un pintor asombroso y milagroso. La pintura taurina se inclina mucho hacia cierta catetería y folclorismo, pero Pedro Serna ha sabido hacerla con alma. Sabe transmitir que la Fiesta, pese a lo que opinan sus detractores, es algo en donde ocurre el milagro de la belleza y la trascendencia. Pedro Serna despoja a los toros de todo lo que tiene de alharaca y esperpento, y los deja en su esencia, en pura espiritualidad.

Si se acaban los toros será una pérdida mucho más grande que la de Notre Dame

–Guste o no, si no cambian mucho las cosas la tauromaquia está prácticamente condenada a muerte.

–Será una pérdida mucho más lamentable que la de Notre Dame. Lo que caería sería mucho más que un templo. El mundo taurino es lo más civilizado que hay hoy en Europa. Esto puede parecer una boutade, pero la civilización consiste en convertir en arte los aspectos terribles de la naturaleza humana. Los toros no ocultan una verdad de la que venimos, que somos depredadores, una raza agresiva... Convertir todo eso en belleza es algo básico para la civilización. En el mundo digital actual, donde todo es virtual, los toros son de verdad. La sangre y la muerte son reales... Eso no los soporta hoy la hipocresía y deshumanización en la que vivimos. Lo humano es aceptar que somos depredadores y que gracias a la muerte vivimos. En el toreo no hay engaño.

–Usted también es pintor.

–Soy aficionado.

–Pero con muy buenos resultados, doy fe. Sus dibujos y acuarelas son de una factura finísima, muy en la línea de Ramón Gaya.

–Una de las exposiciones que me gustaría coordinar es una que se titularía Al aire de Gaya. Hay muchos pintores a su alrededor: Carmen Laffón, Joaquín Sáenz... Toda esa corriente de pintura figurativa con delicadeza, silenciosa, que va al alma. Una pintura a la que no siempre se la ha prestado la atención debida.

–¿Qué intenta expresar con la pintura que no alcanza a decir con la poesía?

–Son disciplinas muy diferentes. La pintura se queda en la maravillosa superficie de las cosas. Me sirve para acariciar al mundo. Cuando veo un paisaje que me gusta lo pinto y es mi manera de expresarle mi agradecimiento.

La pintura se queda en la maravillosa superficie de las cosas. Me sirve para acariciar el mundo

–Usted estudió Filosofía en Sevilla.

–Filosofía pura. No la terminé porque caí en una depresión a raíz de la muerte de mi padre. Acabé encerrado en un cuarto. Fue una época dura. Soy un tránsfuga del infierno. Lo cierto es que no acabé de encajar muy bien en Sevilla, fue una ciudad que me resultó complicada. Pero después, a través de mis amigos poetas, he tenido mejor relación con la ciudad que cuando estudiaba aquí.

–¿Y Jerez? Se quedó por vocación o porque no pudo salir.

–Porque no pude. La depresión fue un proceso largo y dificultoso. Una de las fobias que tenía era trasladarme. Tuve ofertas para irme fuera, pero las rechacé. Creo que esto literariamente me salvó, porque en Jerez no me distraje, puede cultivar mi mundo y la soledad, la autocrítica feroz con uno mismo, que es fundamental en una vocación literaria. Al principio no me gustaba nada Jerez y le tenía cierta animadversión, pero al final me he reconciliado con ella.

–Una ciudad (y su marco) con muy buena escuela poética.

–Creo que fue Baudelaire el que dijo “si Dios ha creado el campo, el demonio ha creado la pequeña ciudad de provincias”. En estas ciudades hay gente muy valiosa, pero es un mundo tan cruel como el de las hormigas. Hay muchas envidias.

–¿Y qué hace un jerezano bebiendo manzanilla?

–Porque en Sevilla no suelen tener Tío Pepe. Y me he acostumbrado a pedir aquí manzanilla.